¿Cuánto tarda en nacer el amor por un hijo?
Para mí es culpa de las películas de Hollywood. Allí las madres hacen cualquier cosa por sus hijos. En cambio yo…
En cambio yo… puedo enviar a cualquiera de ellos a la escuela con el pantalón jogging atado con un cordón de zapatilla porque no tuve ganas –ni tiempo- de enviarlo a la mercería a cambiar el elástico (no cambio elásticos, aclaro).
Pero en las películas… allí las madres quieren a sus hijos de verdad. Un amor magnánimo, infinito, absoluto, absorbente.
Culpa de las películas, entonces, recuerdo que cuando nació mi primer hijo y me lo trajeron a mi lado, yo me pregunté cuánto lo quería. Lo miraba, pequeñito, colorado, piel de durazno y me preguntaba: ¿lo quiero más que a nada en el mundo? Y no sabía… no me quedaba claro. Me dolían las costuras de la cesárea, me molestaban las lolas, tenía sueño y aparecían amigas de mi suegra a visitarme. Quería regresar al tiempo en que era soltera y sin obligaciones ni responsabilidades, ¡y allí tenía un niño que debía cuidar por el resto de mi vida y su vida! ¿Cuánto lo quería?
Como si se pudiera contabilizar la cantidad de amor materno, me preguntaba: ¿le daría un riñón? Bueno… podía darle un riñón y vivir con el otro. ¿Le daría un pulmón? Este… ¿Le daría el corazón? Mmm… tampoco la pavada. Esa cosita minúscula que, decían, había salido de adentro mío (yo había estado en el parto pero no había hecho mucho que digamos), todavía no me despertaba un amor tal como para ofrecerle mi vida. ¿Eso me hacía una mala madre?
No tuve que escarbar mucho más en mi amor morboso. El niño estaba bien, sanísimo, y nadie vino a pedir mi corazón. Cinco días después estábamos en casa: el chico, mi corazón, yo, y la cosa no había cambiado demasiado.
Ahí empezaron los llantos. No tanto los de él, pobre ángel, sino los míos. ¿Realmente había querido ser mamá? ¿Lo había pensado con seriedad o me había embarazado porque ése era el paso normal luego de casarme? … Tenía sueño, tenía hambre, estaba cansada pero, sobre todo, no quería ocuparme de nada ni de nadie.
Y él estaba ahí… tan dormido, tan dulce, tan hermoso… hasta que empezaba a berrear y nada lo calmaba, se llenaba de caca hasta las patas y vomitaba. Ése era mi hijo. ¿Cuánto lo quería?
Pero la naturaleza es sabia y me había dado un bebé que me necesitaba como nadie me había necesitado en la vida, que era parte de mí. Absolutamente desvalido y brillante. Como para comérselo, aunque por suerte no haya casos de antropofagia en mi familia. Si a cambio de un bebé una fuera madre de golpe de un tipo gruñón, malhablado, ebrio, ahí sí, el amor no llegaría a aflorar nunca. Lo sacarías a patadas de tu casa. Pero, ¿quién no se enamora de un bebé? ¿Y más si es propio?
Creo que pasaron cuatro o cinco días en que me lloré todo, y de pronto me di cuenta de que sí, de que le daría a mi hijo mi corazón, los dos pulmones, los riñones que necesitara, hasta mi tarjeta de crédito.
Y ahí nació el romance. Empezó la verdadera película.
Puedo decir entonces, sin ninguna duda, que el amor maternal para mí tardó alrededor de una semana en surgir. Y una vez que aparece, no tiene cambio, no pedís devolución, no te arrepentís nunca de la compra. Aunque sí pienses a veces en prestarlo un rato, alquilarlo, dejarlo en la salita celeste hasta las diez de la noche.
Mis bebés son ahora niños y sí, según las leyes de Hollywood, lanzaría mi cuerpo sobre los suyos en una balacera en Medio Oriente. Los llevaría nadando sobre mi espalda si nos atacan extraterrestres. Le pediría al secuestrador que me lleve a mí, no a ellos. Sobre el corazón, en cambio, no me preocupo más. Ya se los di...
miércoles, 12 de marzo de 2014
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